Decían los mayas que las estrellas fugaces no eran más que colillas de tabaco tiradas por los dioses, y que los truenos, relámpagos y rayos se producían mientras los dioses sacaban chispas con el pedernal. Tales creencias describen a la perfección la fuerte impronta del tabaco para las antiguas sociedades americanas.

En Europa, el tabaco llegó de la mano de Colón con el descubrimiento del Nuevo Continente en 1492. Los antiguos pobladores de la isla cubana a la que arribaron los marineros españoles fueron sorprendidos sosteniendo en sus manos pequeños tizones encendidos.

Así describe Rodrigo de Jerez, hombre de confianza de Colón, la crónica del hallazgo del tabaco tras su exploración de la isla y su acercamiento a los indios taínos: «Hallaron los dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mugeres y hombres, con un tizón en la mano, (y) yervas para tomar sus sahumerios que acostumbravan. (…) Dize el Almirante que le parecia que no lo sembravan y que da fruto todo el año; es muy fino, tiene el capillo grande. Todo lo que aquella gente tenía dez dava por muy vil precio y que una gran espuerta de algodón dava por cabo de agujeta o otra cosa que le dé.»

Magia, religión y medicina fueron, a partes iguales, las razones por las que el tabaco era consumido profusamente en el Nuevo Mundo. Los indígenas fumaban en ceremonias y rituales para ponerse en contacto con los espíritus, y los chamanes fumaban en pipa para “comunicarse con los dioses”. El tabaco se usaba en ritos tales en los que se soplaba sobre el rostro de guerreros antes de la lucha, se esparcía en campos antes de sembrar, se ofrecía a los dioses, se derramaba sobre las mujeres antes de una relación sexual, y tanto hombres como mujeres lo utilizaban como narcótico. Además, como se pensaba que las enfermedades eran consecuencia de espíritus malignos que habitaban en el paciente, utilizaban el humo del tabaco para “exorcizar” a los desdichados enfermos. El tabaco no sólo se fumaba, sino que también se aspiraba por la nariz, se masticaba, se comía, se bebía, se untaba sobre el cuerpo, se usaba en gotas en los ojos y en enemas.

Este regalo que el Nuevo Mundo le hizo al Viejo Continente pasó por numerosas fases: desde su demonización por la Santa Inquisición hasta su canonización siglos después por la misma iglesia católica; pasando por penas de cárcel e incluso tortura y destierro de los fumadores rusos en la época de los zares (si bien esto cambió radicalmente hasta que uno de ellos, el Zar Pedro I El Grande se hizo fumador empedernido). Se pasó de creer que “sólo el diablo puede dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca” a la época de bendición en la que “el tabaco, junto al café, el vino y el opio, es uno de los cuatro cojines del diván del placer”.

El puro, objeto de valor y distinción social en La Casa del Tabaco, fue inventado por los españoles en el siglo XVII. El elemento clave de tal invención consistía en el doble rollo de hojas de tabaco que da su forma reconocible al cigarro: la capau hoja exterior, y el capote, u hoja interior, que envuelven la tripa, el relleno de tabaco que contiene el puro.

Llegados a este punto, que cada cual emita su propio veredicto: el tabaco puede erigirse, así, como héroe o villano. En La Casa del Tabaco apelamos por la libertad y responsabilidad de los individuos, y defendemos el hecho de que los 8.000 años desde la aparición de esta planta, los 2.000 años de su cultivo y los más de 500 años de su expansión global deben ser argumentos a tener en cuenta para su justa valoración.

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